Aquel suceso resultaba bastante
exptraño en realidad. Por tercera ocasión consecutiva asistía al mismo salón de
clases y todavía no veía al profesor encargado de impartir la asignatura de
sociología jurídica que allí debía recibir. Como no conocía a ninguno de mis
compañeros de clases y apenas había compartido una o dos secciones con algunos
de ellos, pude dedicar mi tiempo a la lectura. En esas estaba, cuando uno de mis
compañeros expresó: “Esto me da muy mala espina”. Todos miramos hacia el muchacho,
quien parecía estar preparado para nuestras interrogantes miradas. Prosiguió su
improvisado discurso, casi en tono de queja, se mostraba, como decimos en
Dominicana, “chivo”, con aquella situación. La inasistencia del profesor no era
común puesto que, como todos sabíamos, existía un plazo de dos semanas
concedido por la universidad para aquellos que por cualquier circunstancia
desearan cambiar el horario de la asignatura elegida o incluso retirarla sin
poner en riesgo su índice académico. El joven decía: “Si hoy no llega este
profesor nos veremos precisados a unirnos y acudir por ante la rectoría para
que nos permitan cambiar de sección…”. Fue en aquel instante cuando entró al
aula un personaje verdaderamente pintoresco. Se trataba de un señor de edad
madura y baja estatura, caminaba con garbo y mucha gracia, como si estuviera
consciente de que el mundo le pertenecía. Su piel bronceada evidenciaba el
hecho de estar sometido constantemente a la luz solar, posiblemente se
ejercitaba en las mañanas o simplemente gustaba de caminar entre las facultades
de la universidad a todas horas. Su sonrisa lucía dibujada eternamente en su
rostro, parecía un niño pícaro, de esos que gustan de hacer muchas travesuras,
y sus ojos hacían el coro perfecto a aquella sonrisa tan gozosa. Su calva
brillante constrastaba con lo opaco de su disminuída cabellera, pero todos esos
detalles sucumbían ante la realidad más tangible de toda su figura… el hombre
disfrutaba de su propia existencia.
Por un instante quedó todo en
silencio, algunos de mis compañeros se miraban atónitos entre ellos, como si no
quisieran creer lo que estaba sucediendo. El recién llegado rompió el hielo: “Buenas
tardes jóvenes… soy el profesor de sociología jurídica y esta es mi sección”.
Nunca había sido testigo del efecto dominó que las palabras pueden producir en
personas que se encuentran en estado pasivo, al menos no del modo en que
aquello sucedió. El primero en reaccionar fue el joven que antes había
expresado su disgusto y extrañeza, “Sabía que algo andaba mal”, Fueron sus
palabras, pronunciadas mientras se ponía de pie, recogía sus cuadernos y
caminaba apresuradamente hacia la puerta para abandonar aquel salón de clases
sin mirar atrás ni despedirse. La actitud del joven fue imitada por otros
estudiantes que casi formaron una estampida con la premura por ellos exhibida
al abandonar el aula. De cerca de los treinta estudiantes que estábamos allí al
principio al menos once dejaron sus butacas vacías y no faltó uno que otro que
balbuceara maldiciones por lo bajo. Desde mi asiento permanecí atento, sin
tratar siquiera de entender lo que sucedía. Era obvio que aquellos compañeros
sabían algo que yo ignoraba, pero también era más que obvio que ese algo no era
un secreto sino que pronto todos sabríamos de que se trataba.
El profesor miró sin dejar de sonreír
a los estudiantes que salían presurosos del salón. Cualquiera diría que estaba
complacido de aquella reacción en cadena que su presencia había provocado. Procedió
a identificarse: “Soy Danilo Clime… para los que no me conocen”. No bien hubo
terminado aquella frase cuando otro grupo de estudiantes comenzó a ponerse de
pie en ese instante. El profesor siguió riendo, entonces más que complacido,
parecía sentirse halagado con todo lo que sus palabras provocaban. Quedábamos
catorce estudiantes en el salón, los conté quizás como una forma de guardar los
detalles del expraño acontecimiento del cual era testigo presencial.
El profesor volvió a dirigirse a
nosotros con aire risueño mientras hacía rodar una butaca hacia él y la
colocaba a su lado: “Jóvenes, ¿Qué tiene esta silla de jurídico?”.
Es posible que el aire risueño y
tranquilo que nuestro profesor ostentaba fuera contagioso, a lo mejor estaba yo
ante el encuentro de un antiguo amigo de otras vidas pasadas y mi espíritu lo
había reconocido, en verdad no lo sé. Lo que sí sé es que cuando otros tres
estudiantes recogieron sus libros y salieron del aula no tuve más remedio que
encontrar gracioso todo aquello. De repente estaba todo claro, aquel pintoresco
personaje era el famoso profesor Danilo Clime de quien todos decían era
imposible aprobar ni un solo de sus exámenes. No era un hecho fortuito el que
Clime no hubiera asistido a sus primeras dos semanas de clases, esa era su
costumbre. Lo hacía para impedir, en cierto modo, que los estudiantes tuvieran
la oportunidad de cambiar de sección, dentro del plazo que la universidad permitía,
y se vieran precisados a tomar con él sus asignaturas. Clime, como todos los
que le conocían lo llamaban, era, a juicio de muchos, uno de esos “cedazos” especiales
que tenía la universidad para que los estudiantes no se graduaran tan
fácilmente. Todo estaba ahora más que claro.
Miré a mi alrededor para
comprobar visualmente lo que ya intuía. Sí, algunos de los que se habían
quedado en el salón no tenían la menor idea de lo que sucedía y miraban a los
demás buscando infructuosamente alguna respuesta a sus incógnitas. El profesor
volvió a preguntar: “¿Qué tiene de jurídico esta silla?”.
Siempre me han encantado los
retos, sobre todo retos en los que la materia gris interviene, por eso sonreí
complacido ante la actitud desafiante de mi nuevo profesor, actitud que se
mostraba más dominante a cada segundo que la clase permanecía en silencio.
Levanté mi mano para solicitar la oportunidad de contestar. Clime casi da un
brinco de complacencia y regocijo al ver mi mano en el aire. Era como si estuviera
preparado para disfrutar de la respuesta, cualquiera que fuera, o quizás
pensaba que alguien más quería abandonar su clase. Lo que él no sabía era que
yo también me sentía complacido de que él fuera mi profesor, quería comprobar si
el león en verdad era tan fiero como lo pintaban o simplemente los pintores de
aquel famoso cuadro exageraban. “Dígame joven, ¿Sabe usted que tiene esta silla
de jurídico?”.
Era la tercera vez que formulaba
su pregunta. Parecía estar listo para cualquier cosa que saliera de mi boca,
pero no lo estaba. “Todo profesor, todo en ella es jurídico”, fue mi respuesta.
Adopté sus reglas de juego, todos los deportistas pensantes sabemos hacerlo,
hice exactamente lo que él hacía, le di una respuesta en sentido amplio que
dejaba traslucir cierta ambigüedad en su contenido. Quería indagar cuánto de su
pregunta rondaba el ámbito del discurrir espontáneo o si todo él era solo un
guión repetido y ensayado. Clime amplió aún más el margen de su sonrisa, se
estaba divirtiendo y le agradaba que todos lo supieran. Volvió a dirigirse a mi
persona: “Explíquese joven”. Sí, era un sabueso experimentado. Sabía evadir los
“ganchos” como el más hábil de los toreros. Aún así pude ver cierta
interrogante en su mirada, él también quería saber si yo sabía lo que acababa
de hacer o era solo suerte de principiante. Escudriñó mis ojos mientras le
contestaba: “Es sencillo profesor, desde el mismo momento en que se inició la
tala de los árboles de los cuales tomaron la madera para construir la silla,
tenía que existir un permiso de las autoridades para llevar a cabo tal acción y
por lo tanto eso es un acto jurídico; la empresa que construyó la silla debe
poseer personalidad jurídica o de lo contrario la universidad no la hubiera
contactado; el recibo de pago con el cual quedó avalada la compra de esa silla
de parte de la universidad es un documento jurídico…”. En ese instante me
interrumpió para expresarse, siempre sin dejar de sonreír: “Sí, efectivamente,
no está mal… Hasta el camión en que trajeron esta silla debió haber tenido en
orden sus documentos legales para poder transitar por nuestras calles y
avenidas”. El profesor dio media vuelta y se dirigió a su escritorio. Tomó
asiento y, antes de seguir con su clase, me preguntó mi nombre, le respondí y,
acto seguido, volvió a retomar su tema original. Nos aseguró que todo en la
vida tiene sin excepción algo de jurídico, pues aún lo ilegal entra en el grupo
de lo clasificado como “infracciones a las leyes”, y por lo tanto también posee
un aspecto jurídico.
Es así, contrario a lo que las personas comunes y corrientes pueden
pensar, lo jurídico no es algo que atañe solamente a los jueces y abogados. Más
bien, es algo que pertenece a todo ser vivo y a todos y cada uno de los objetos
que componen cualquier sociedad. Clime es un verdadero maestro y, más que aprender,
disfruté mucho aquella clase de sociología jurídica. Si hoy traigo esta
anécdota a colación es simplemente porque quiero decirle a todos que lo
jurídico no es algo frío que se encuentra en los códigos legales. Lo jurídico
es parte de nuestras vidas, parte de nuestra cotidianidad. Tenemos que
involucrarnos más en los procedimientos mediante los cuales son creadas e
implementadas las normas que rigen nuestra sociedad.
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